El 15 de enero de 1919, en Boston, un tanque que contenía ocho millones setecientos mil litros de melaza se desplomó y volcó su contenido a las calles. La ola resultante, pesada, pegajosa, llegó a tener más de siete metros su punto más alto. El rescate de las víctimas estuvo dificultado por la viscosidad del fluido, que no permitía avanzar a los rescatistas.
No puedo evitar pensar que, entre esas víctimas, además de aquellos atrapados sin aviso por la ola gigante, hubo otros que hubieran podido escapar pero no pudieron, paralizados por la visión de ese líquido espeso, cotidiano, moroso pero indetenible, tan parecido al paso del tiempo.